jueves, 28 de marzo de 2024, 10:08

Un poemario inencontrable

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El viento detenido. Portada



El viento detenido, el primer poemario del valdepeñero Juan Pedro Carrasco García, es una obra inencontrable. Publicado en 2004 por Ediciones Vitrubio, es, ahora mismo, una obra de coleccionista que solo permanece en las estanterías de algunos afortunados amantes de la literatura, en los anaqueles de las bibliotecas públicas de Valdepeñas y Getafe, en los del Centro de Estudios José Hierro de Getafe y en los fondos de la Biblioteca Nacional de Madrid. Sin embargo, he tenido la suerte de conseguir un ejemplar por un periodo de tiempo limitado, gracias al préstamo que, amablemente, el autor me ha concedido. Sí, por suerte, Juan Pedro ha logrado recuperar, también durante un tiempo, el poemario que, en su día, regaló a doña Eladia, la madre de su mujer. Una dedicatoria personal en tinta azul garantiza la veracidad de lo que les narro.


Juan Pedro tuvo, hace casi veinte años, la generosidad de regalar su primera obra poética a las personas que entonces más apreciaba, sin guardar esa precaución imprescindible de conservar, al menos, media docena de ejemplares tras el acero de una cerradura inviolable. Nadie sabe lo que pasará mañana, o pasado mañana, o dentro de algunos años. Mis gestiones por conseguir este título en una librería especializada de Valdepeñas no lograron resultado alguno. Es, por tanto, un poemario que solo puede leerse si se acude a los lugares antes reseñados.


El viento detenido comienza con el poema Aún me duele, unos versos tramados de incertidumbre ─noches de ceniza y de abrazos del miedo─ ante esa divisoria sutil que el autor establece entre la realidad y los sueños.


La fe desvanecida, la primera de las cuatro partes en las que se divide la obra, la componen algunos poemas en los que el autor desmenuza las cualidades sanadoras que ofrece la cercanía de la mujer amada ─”Tú, mujer, fértil bálsamo─ y el paralelismo que establece entre él, madero de naufragio, y ella, playa cálida y tierna. Poemas donde su indefensión ─hombre de papel y manos de nieve─ espera, en silencio, a las mariposas del invierno y a la tibieza de la primavera. Versos de añoranzas e inseguridades, de nostalgias y silencios, de ocasos y cenizas, también de afirmaciones bellísimas, “…se romperá tu ausencia entre mis manos”. Poemas de una búsqueda que el autor culmina, tal vez, con el optimismo de los sueños, ─“…y ya en ningún anochecer / nos abandonará la luna”─. Poemas de amor eterno, de fuego en la mirada, del combustible ─las llamas y el silencio de la amada─ de la voz y de la vida. Versos barrocos, casi quevedescos, en los que el autor siente la cercanía y el misterio de una mujer vestida de lluvia y donde se respira esa influencia, quizá platónica, tal vez de Calderón de la Barca, ─”para saber que no es tan sólo sueño”─ que riela entre el ramaje iluminado de un jardín y algunos besos desvanecidos.


A la orilla del viento es el título de la segunda parte de la obra. Son poemas que hablan de hojas derramadas y silencios, de tardes temblorosas y ausencias, de equipajes deshechos, muros somnolientos y retratos olvidados.

Pero encontramos también versos de esperanza, de regresos, de promesas en la luz, del retornar de las pisadas de su amada, de propósitos de volver a estar juntos, de volver a la luz, al principio, a ser nosotros. Juan Pedro no olvida recordarnos la durabilidad del amor entre el silencio, el tiempo y las cenizas del olvido mientras edifica la vida de su amor y también la suya con los adobes de la palabra, “Tú eres la voz de mi palabra”, para terminar con unos versos que combaten por el amor, beso a beso, también contra la distancia y el silencio, con las armas del perdón, las caricias y los sueños.


Ya en la tercera parte, Partimos del silencio, Juan Pedro inicia un viaje arrastrado por el azar del viento, un viaje decidido y con su amada, alejado del lastre del temor y de las sombras, entre hojas derramadas y sendas de algodón. Ambos se detienen para volver pronto al camino, juntos hacia la noche, hacia el tiempo, hacia la escarcha y sus cenizas para así pedir al viento el retorno de las llamas, del fuego, del amor.

Son versos en los que el autor nos declara su decisión íntima de vivir en el silencio mientras define el tiempo con un lirismo sobrecogedor, “el tiempo es pura crónica del tránsito / que avanza tan calladamente / quemando ausencia y claridad” para concluir que es la luz de su amada la que permanecerá hasta el último adiós.

Vuelven algunos versos ─”qué triste es estar vivo─” de querencias barrocas que podrían acercarnos al soneto “Esto es amor” de Lope de Vega, versos de añoranza, pasión y confianza ciega en su amor.

Juan Pedro alumbra en uno de sus poemas esa precisa, sentida y poética definición de la escritura ─” escribir es acariciar esas palabras” ”escribir es encender el deseo de los ríos”, “escribir es perderse ya a sí mismo”, “escribir es abandonarse enfrente de la vida” y compara su vida con un río de amor, un río de aguas saturadas de tiempo y del calor del cuerpo de su amada.


La cuarta parte del poemario se compone de un solo poema que lleva el mismo título de la obra “El viento detenido”, unos versos que definen los sueños como el abrigo del viento y nos aclaran lo que supone habitar en ellos, lluvia clara, amanecer de los crepúsculos, sepultura de la ausencia y del dolor, para lograr, al fin, soñar para habitar siempre con su amada “en el sueño de un viento detenido”.


Hablaré muy pronto con Juan Pedro. Creo que a todos los que apreciamos la poesía nos beneficiaría torcer el calificativo de inencontrable aplicado a este poemario. Creo en la vigencia de su efecto terapéutico y quisiera que pudiera adquirirse de nuevo en las librerías de Valdepeñas, y de Getafe, y de Madrid, y del viento, y de los sueños.




José Agustín Blanco Redondo, 22 de agosto de 2022