miércoles, 24 de abril de 2024, 10:57

'Sabula y otros cuentos', de Luis Domingo Delgado

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Sabula se protege del cierzo tras la sierra de Almágrima. Y como todos los territorios míticos, Sabula se construye con los mampuestos de la belleza y la verdad. La obra Sabula y otros cuentos podría equipararse a un delicado cofre de artesanía, a un cofre de palabras pergeñado en taracea, esa sutil labor de embutir maderas finas, metales nobles y piedras preciosas en el soporte - barrancos, cuerdas, picos, aldeas, bosques, neveros, cárcavas, caminos y vaguadas – de aquella sierra quizá imaginada. 


Esta labor de incrustación, pulido y equilibrio, hace que los cuentos recogidos en el libro de Luis Domingo perseveren en nuestra memoria de una forma natural, sin esfuerzo, como la melaza se derrama al volcar el lebrillo de barro que la contiene. Gracias a la prestancia de los materiales utilizados, las historias aquí narradas buscan el cobijo de la conciencia, despacio, nunca hay prisa para deleitarse con la literatura de calidad, la que arrasa con prevenciones y cicaterías. Porque en esta compleja y apasionante labor de taracea destellan, a cada instante y según avanzamos en la cadencia de las estaciones, la calidad de los materiales empleados. Podría ser madera de palisandro, ébano, roble y limonero. Quizá metales labrados por los mortales para sus joyas más valiosas desde antes de que se alumbrara la historia, como el bronce, la plata o el oro. Tal vez piedras tan escasas como deseadas, el lapislázuli, la amatista, el jade, la cornalina o el diamante. Maderas, piedras, metales, incluso corales, perlas y marfiles tallados a mano servirían como espejo para que las palabras que conforman las historias narradas por Luis Domingo encontraran el bruñido reflejo que merecen.


En los cuentos aquí compilados abunda el realismo mágico, la prosa lírica, un existencialismo de raigones rurales, el costumbrismo que araña adobes, tradiciones y oficios pero, sobre todo, se prodiga la autenticidad. Las historias de Luis Domingo albergan la cualidad de convocar a cada uno de nuestros sentidos: la contemplación de un bando de torcaces, el sol que enciende, como en un arrebol, el color rosado de las piedras de la iglesia, la fragancia del mosto en el lagar, el olor a castañas asadas, la seda de una pluma de paloma, la cantata del agua en su descenso por las peñas, el graznido de los cuervos, el rumor de la zarzamora al ser agitada por el viento, el mismo viento que ulula entre los huecos de los adobes, el sabor astringente del membrillo y el dulzor atávico de los higos. Y así, una vez amalgamados los cinco sentidos que conforman el disfrute de la liturgia de la vida, podremos, con seguridad, disfrutar de esas percepciones que, quizá sin darnos cuenta, aún permanecen, inalterables, pacientes, anhelantes, en los recuerdos y promesas de la infancia.


Quizá no sea el momento de desgranar las vívidas emociones experimentadas tras la lectura de cada uno de estos magníficos cuentos, les aseguro que no habría tiempo suficiente para expresarlas. Solo quiero resaltar algunos de los pasajes que, por su fuerza poética, su capacidad de conmover, su mensaje descarnado o su contundencia literaria, creo que se deben recordar:


“posos ingrávidos de una tristeza sublime”, “…recoger en silencio toda la negrura del cierzo”, “no estaba muerto, estaba vivo, caliente en la rebotica de su corazón”, “la fuente que mana el agua curativa de todas las dolencias, de todos los afectos”, “ Yo tampoco estuve en mi funeral. Me quedé en la puerta viendo volar a los vencejos”, “en la plaza, la soledad trepó a la olma y taladró en su cuerpo una herida de rupturas y silencios”. “Había pasado la noche velando al último eslabón que le acercaba a la cadena de los afectos, en pie, como un caballero templario, lloroso y dolido, mirando a las estrellas fugaces que surcaban el cielo”, “Es el claroscuro de la piedra labrada el que nos ha hecho prisioneros a todos los que protagonizamos el drama de nuestra propia existencia”, “Cayeron de mi vida algunos otoños, uno a uno, como las hojas de los viejos almanaques, con oraciones tiznadas de hollín, refranes grasientos y nombres de santos amarillos”


Un delicado cofre de artesanía. Una extraordinaria labor de taracea. Una recuperación precisa, cuidadosa de palabras hoy casi olvidadas, de la misma manera que los amantes de la historia – desde aquí un abrazo para mi amiga Gema Candelas, medievalista y arqueóloga de vocación – rescatan de lo hondo de la tierra ajuares, huesos, falcatas, urnas, esculturas, vajillas, molinos, fíbulas, telares, cerámicas, brazaletes y mosaicos para luego interpretar la cotidianidad de las gentes que nos precedieron, los cuentos de Luis Domingo poseen la virtud de resucitar palabras, expresiones, leyendas y modos de vida que, de otra manera, permanecerían enterrados en ámbitos cada vez más reducidos, sí, en la perecedera y a menudo relegada memoria de los más viejos. Los cuentos de Luis Domingo logran así difundir la savia del conocimiento de este tesoro lingüístico y etnográfico para concederle una oportunidad, un peregrinaje inédito por esta actualidad saturada de prisas, negocios, vanidad, consumo, globalización, Internet y materialismo. Esperemos que la nueva vida que Luis Domingo ofrece a sus palabras sea longeva y exultante, lo merecen, sí, escuchen cómo vibran, cómo centellean aún desde un pasado no tan lejano: esquilón, collera, alboroque, horcajadura, crotorar, bardas, bodones, trebejos, andorga, hacina, aguarrada, esquena, cándalo, bodigo, bálago, obrada, pábilo, huebra, cotarras calizas, halda, adradas, tenada, verdeguear, bocín, tocar a clamor y ánimas errantes.


Palabras e historias que son como los metales nobles, las piedras preciosas y las maderas finas que arman este bellísimo cofre de taracea del que, por su calidad excepcional, recomiendo encarecidamente su lectura. Sabula y otros cuentos, de Luis Domingo Delgado.


José Agustín Blanco Redondo