El rey negro y sus acompañantes sintieron un intenso perfume de rosas, y poco después divisaron los jardines que rodeaban la ciudad de Saba. Todo el Imperio Romano y sus fronteras se abandonaban a las rosas con total voluptuosidad. El docto autor de las Geopónicas comenzó por establecer en su tratado como principio botánico que “la rosa es de naturaleza divina”. Y Anacreonte no tardó en exclamar enternecido: “¿Qué sería de la humanidad sin rosas?”. En las fiestas llamadas Rosalia, dedicadas a Venus, en las Kalendas de Mayo, todas las cortesanas de Roma, envueltas en velos amarillos, en una procesión lasciva y devota, al son lento de las cítaras, iban a llevar a la gran diosa, su patrona, las primeras rosas del año. Filóstrato llama a la rosa “el ojo del mundo” y “el astro de las flores”. “Reina de las flores” la llamó Ausonio. El Mundo Clásico fue un constante ámbito de rosas fragantes hasta que las arrancó la barbarie.
Los cortesanos y las cortesanas de la Ciudad recibieron al joven rey negro bailando en calles alfombradas con pétalos de rosas. El baile es una plegaria. Aquella noche Baltasar cenó con la reina de Saba y bebió vino de palmera. Tras la cena, la adorable reina de belleza infinita quiso frívolamente pasar con Baltasar una aventura peligrosa en su ciudad disfrazándose de mendigos. Baltasar se despojó de su túnica de lino bordada en oro para vestir el sayal y el turbante de mendigo.
Parecía un verdadero esclavo. La reina se enfundó en un saco azul, sin costura, como lo llevaban las mujeres que trabajaban en el campo. La aventura le llevó a Baltasar a hacer el amor con la apasionada reina sobre la hierba y a recibir una casi mortal cuchillada en el vientre por unos bandidos que trataron de secuestrarla. Cuando se recobró, gracias a los cuidados de sus pajes, descubrió que la reina de Saba ya no le amaba y que le despreciaba como una aventurilla de amor olvidada. Baltasar volvió a su reino hundido. El alma de Baltasar era muy sencilla, pero el amor es siempre un sentimiento muy complicado. Para olvidar a la frívola reina, que quizás tuviese patas de cabra, se puso a estudiar los astros. El astrónomo Sembobitis le instruyó. Enseñóle la apotelesmática según los principios de Astrampsicos, de Gobrias y de Pazatas. A medida que avanzaba en el estudio de las doce residencias del Sol, Baltasar sentía menos tenaz el recuerdo amoroso de la mala reina.
Baltasar, cuyo talento natural era muy grande, razonaba.
Sembobitis no acertó a ver la estrella, ni quiso verla, porque, viejo y sabio, sentía repulsión por lo nuevo y desconocido.
Baltasar, en el silencio de la noche, repetía:
Entonces la estrella le dijo:
“¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad! Coge un vaso de mirra, bondadoso rey Baltasar, y sígueme. Yo te guiaré hacia los pies del Nuño que acaba de nacer en un establo, entre una mula y un buey. Este Niño es el Rey de los reyes. Tendrá consuelo para todos los que necesitan ser consolados. Te ha elegido, rey Baltasar, porque siendo tu alma tan oscura como tu rostro, es tu corazón tan inocente como el de un niño. Te llama porque sufriste, y te concederá riquezas, alegría y amor. Te dirá: “Soporta la pobreza con júbilo; ésa es la verdadera fortuna y riqueza”. También te dirá: “El verdadero goce consiste en renunciar a todos los goces. Ámame, y ama sólo en Mí a todas las criaturas, pues Yo soy el verdadero amor”.
Cuando la estrella dejó de hablar, el rey y dos de sus servidores, después de preparar un vaso de mirra formaron una caravana y emprendieron su camino hacia donde les guiaba la estrella. Durante bastante tiempo viajaron por comarcas desconocidas, obedientes a la estrella que los guiaba. Cierto día, llegados a un lugar donde convergen tres caminos, vieron a otros dos reyes con su séquito. Uno era joven y blanco. Saludó a Baltasar y le dijo:
El otro rey era un anciano que cubría su pecho con una hermosa barba blanca.
Los tres Magos prosiguieron juntos su viaje. La estrella que habían visto en Oriente los guió, y se detuvo indicando el lugar en donde había nacido el Niño.
Al ver los tres reyes que se paraba la estrella, un goce inmenso inundó sus almas. Entraron en el Portal, y vieron al Niño con María, su madre; se prosternaron y rindieron adoración.
Escribe tu comentario