martes, 30 de abril de 2024, 16:36

Memorias de un europeo

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270518 VA MARTIN


La obra de Stefan Zweig, El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo, en la que rememora desde la Europa anterior a la Gran Guerra a la del nazismo rampante y dominador, contiene señales anunciadoras del derrumbe moral de Europa, presagios del horror y la hecatombe, “monstrativos” ( de “monstrum”, portento ) de un futuro debelador e infrahumano, que vuelven a aparecer fatalmente, como enfermedades tenaces, en la Europa del presente, como el inicio de un sesgo inquietante.

Las biografías melancólicas y soturnas de reinas decapitadas, las novelas de lánguidas mujeres movidas por hilos que agita un dios cruel y sádico, y de hombres condenados a un destino de desesperación, del judío austriaco Stefan Zweig, no son desde luego para mí un arte motivador, y uno se hastía de tantas toneladas de mala suerte continuada ahogadas en ríos de lágrimas, de tanto desastre y desesperanza, pero este libro “autobiográfico” – aunque a la larga todos los son – de Stefan Zweig, debería ser leído en la clave de “aviso para navegantes”, de advertencia oracular, promptuarium de emergencia, en este momento de incertidumbre y naciente angustia que está viviendo el Viejo Continente.

En Viena la gente vivía feliz, alegre y confiada; cantaba, reía, bebía, se deleitaba con el arte y los placeres más dulcemente humanos, se relacionaba con el prójimo con afectos y modales afables, y con amabilidad también con todos los vecinos de todas las etnias. El emperador Francisco José aborrecía las tendencias antisemitas. Y, sin embargo, bajo esa civilizada alegría, bajo ese ambiente de tolerancia afable, latían ya las semillas del horror inminente. Un joven artista llamado Adolf Hitler pululaba por aquí. Los europeos no creían aún en el mito de la juventud, y el impertinente salvajismo de ésta aún no había tomado el poder. Al contrario, en esta época feliz todo aquel que quería prosperar hasta en el amor tenía que disfrazarse lo mejor que pudiese para parecer mayor. La vejez era la cara más aristocrática del poliedro de las edades. El deporte aún era considerado como una actividad de brutos, de cuya práctica un hombre medianamente culto se debía avergonzar. Aún no había llegado a Europa la ola deportiva. Aún no había estadios en donde cien mil personas bramasen de entusiasmo cuando un boxeador descargaba un puñetazo en la mandíbula del otro; los periódicos todavía no tenían cronistas que informasen con fervor pindárico de un partido de fútbol, y las actuales columnas deportivas, con su lenguaje criptográfico, parecerían estar escritas en chino para aquellos hombres de aquella Europa liberal, amante de las Humanidades y las Artes. Los hechos también en esto han dado la razón. Se creía tan poco en recaídas en la barbarie – por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa – como en brujas y fantasmas; nuestros bisabuelos estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora del respeto a los demás y la conciliación.

La gente vivía cómodamente y acariciaba las pequeñas preocupaciones como a animales de compañía, mansos y obedientes, a los que en el fondo no se teme. Y, de repente, estalló el terremoto de la Revolución Rusa y del nacionalismo fascista, o del ultranacionalismo nazi. Antes los europeos no cayeron en la cuenta de que los radicales cambios que se producían en el ámbito de lo estético ( abstracción, música atonal, dadaísmo, etc. ) no eran sino vibraciones y síntomas de otros, de un alcance mucho mayor, que habían de conmocionar y, finalmente, destruir el mundo de la paz y la democracia liberal.

Las juventudes fascistas y comunistas que tomaron el poder con la mayor violencia que la Historia recuerde destruyeron todos los puentes entre aquel Hoy, su Ayer, y nuestro Anteayer. Nacionalismo y bolchevismo envenenaron la flor de nuestra cultura europea. En política los jóvenes del siglo XX no fueron Bonaparte. Numéricamente débiles, nazis y bolcheviques compensaban su insignificancia con una agresividad salvaje y una brutalidad desmesurada. El principio de la intimidación por terror de un grupo reducido contra una mayoría numéricamente superior, pero humanamente más pasiva y pacífica, siempre ha prevalecido.

La actualidad contiene también elementos paralelos con aquellos otros que nos despertarán también de la modorra pequeñoburguesa: los populismos rancios más arriscados y violentos, la emigración creciente, portadora de valores antieuropeos y antidemocráticos, la masiva ignorancia de la ciudadanía joven, hebetada por inanes Planes de Estudio socialdemócratas, la deuda de proporciones siderales que puede en cualquier momento entrañar la quiebra técnica de Europa. Muchas sorpresas desagradables.

Mientras, lo mismo que en aquella optimista época liberal, trágica en su debilidad y enternecedora en su humanidad, la aversión a todo acto violento es tan grande que los gobiernos pueden ceder ante el terror. Tampoco los europeos de principios del siglo XX no veían señales de fuego en la pared; sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreaban, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre sus cabezas, reconocieron que los fundamentos de Europa habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, por un buenismo enervante y maligno, había empezado en el Viejo Continente el ocaso de la libertad individual.

En fin, magnífico libro para estos tiempos éste de Stefan Zweig. Nos introduce en un mundo que puede volver a ser el nuestro. La Historia, desgraciadamente, no siempre es una maestra escuchada y debidamente atendida.