viernes, 26 de abril de 2024, 01:51

La mujer después del 8 de marzo

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MARTIN MIGUEL


La noble y justa marcha imparable e invencible en nuestra civilización occidental hacia la igualdad plena del hombre y la mujer en todos los ámbitos sociales, políticos y laborales no puede a la mujer hacer perder la condición misma de mujer, “una de las dos formas en que acontece la realidad de la Humanidad en este mundo” ( Julián Marías ). Aunque el marxismo cultural ha querido transformar tanto al hombre como a la mujer, y al propio sexo, en puros valores de cultura, sujetos a distintos contextos históricos y, por tanto, absolutamente modificables, la verdad es que la condición de mujer – como la condición del hombre – son categorías intemporales y, desde luego, ajenas a una guerra a muerte entre sexos como forma de resolver los conflictos que los nuevos marxistas idean. Ahora bien, la conquista del lenguaje por la cultura marxista, a la que incluso se han sometido hebetadas las corrientes liberales, aunque retuerza la gramática de forma barbará, impone una mundivisión torcida, como es torcido todo aquel pensamiento que transgrede la Gramática. Es cierto que la vida humana es intrínsecamente histórica, y que está afectada por la variación; pero conviene no perder de vista que es precisamente variación de algo; de alguien. Esos indefinidos, “algo”, “alguien” nos remiten a un núcleo inexpugnable que está por debajo de los cambios, y a la vez los sostiene.

El feminismo rampante, convertido en el gran instrumento del marxismo actual, comenzó a despersonalizar a la mujer, incluso hasta sus aspectos más personales ( como cuando se habla de las “necesidades sexuales” ). Pero en cada mujer el hombre tropieza con la mujer, con su peculiaridad. Vivimos una situación histórica en que la presión social, en lugar de estimular el nacimiento y desarrollo de sentimientos amorosos y de pasión entre el hombre y la mujer, los inhibe, los descalifica, los persigue, los sofoca y los prohíbe. El amor es el gran monstruo para lo políticamente correcto. En realidad siempre ha sido clandestino y rebelde. Ya los preciosos dísticos elegíacos de Propercio a Cynthia lo proclaman. Y hoy el amor del hombre y la mujer es el mayor antídoto contra el venenoso feminismo marxista.

El manifiesto feminista, que festoneó el Día de la Mujer Trabajadora el 8 de marzo, fue bochornoso, con expresiones arcaicas que parafraseaban algunos párrafos solemnes del Manifiesto Comunista, con una mezcla de temas que embarran el verdadero feminismo en aras de objetivos políticos distintos. Este manifiesto extemporáneo y extravagante ataca expresamente a la derecha política, lo que supone dejar fuera de la conmemoración a la mitad de las mujeres españolas.

Cuando se habla de la “mujer objeto” se inventa una “cosificación” ( Giorgy Lukacs ) que no existe en la realidad espontánea, y que seguramente no ha existido más que artificialmente, en espacios confinados, viciados por algunos remedos de teorías. La condición sexuada afecta a la totalidad de la vida, en todas sus dimensiones, pues se realiza en dos formas, polarmente opuestas, disyuntivas, consistentes en la mutua referencia, y que llamamos hombre y mujer. Efectivamente la vida humana existe disyuntivamente; se es hombre o mujer, y ambos consisten en su referencia recíproca intrínseca; ser hombre es estar referido a la mujer, y ser mujer significa estar referida al hombre. Ni uno ni otra pueden definirse aisladamente. Por eso no hay mera diferencia, sino disyunción, polaridad; se es una cosa u otra, y cada una de ellas co-implica y complica a la otra. La historia de la convivencia entre los dos sexos es la verdadera historia de la Humanidad.

Aunque se ha denunciado con gran erudición la injusta situación de la mujer en el Mundo Clásico ( Sarah B. Pomeroy ), vemos en la oratoria forense de casos de adulterio ( Lisias ) cómo el hombre “siente” a la mujer como su compañera y, en cierto sentido, como su única relación personal fundamental e insustituible. La que fija al hombre en la vida.

Estar, propiamente estar, solamente lo puede el hombre con una mujer. Cuando esto ocurre, se siente algo parecido a haber penetrado en una región de clima distinto del masculino, más acogedor y donde las cosas son más verdaderas. La verdad de la vida se construye en el encuentro de las dos caras de la Humanidad.

Se ha ido depositando durante milenios la concepción del hombre como guerrero fuerte y valiente. Eso se percibe incluso en las metáforas amorosas que en circulación inmemorial refuerzan estos esquemas interpretativos: la “conquista” de la mujer por el hombre, la “entrega” de la mujer como una plaza fuerte. Pero aunque la mujer parezca un ser dependiente del hombre, es siempre el hombre el que está “pendiente” de ella. Por otro lado, la mujer siempre ha sido la verdadera trasmisora del sistema de creencias y vigencias que constituye nuestra sociedad y nuestra civilización. Eso ya lo sabía Platón, y lo consignó en su República. Pero ahora diríamos que gracias al marxismo cultural omnipresente y ubicuo, que despersonaliza a la mujer, su dominio sobre el hombre está en uno de los momentos más bajos de la historia.

La belleza de la mujer ha sido siempre una de las grandes potencias y la mayor maravilla de la historia, uno de los resortes que ha movido el mundo, una razón importante para sonreír a la vida cada mañana. Pero con el feminismo marxista nos ha llegado una oleada de desdén por la belleza, que se puede contar entre los síntomas más inquietantes de la creciente entropía social que padecemos – desde Policleto la belleza es armonía, simetría, “esfuerzo” -. Diríase que solamente los fabricantes de cosméticos tienen presente la belleza. Menos mal que un negocio puede ser aún parte de la salvación de la belleza, la mayor medicina contra la tristeza en el mundo. Y es que existe un rencor venenoso contra la belleza, una manifestación de resentimiento podrido contra la belleza, que la ve como una “injusticia”. Son los mismos que llaman también una “injusticia” a la excelencia. Si se ahonda un poco en esta irritación que el feminismo marxista siente por la belleza descubriremos algunos de los más repelentes pliegues del alma humana. Y el destronamiento de la belleza será una de las más grandes catástrofes de la humanidad, perpetrada, entre otros, por el feminismo del 8 de marzo. Defendamos con uñas y dientes a las mujeres, y así nos seguirán brindando cada día el don más grande que nos dieron los dioses, su gracia y su belleza.

Martín-Miguel Rubio Esteban