jueves, 18 de abril de 2024, 12:38

Un libro para descansar en paz. In memorian Petra Robles y Juana Pérez

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Petra Robles. Foto: Jorge Moreno


Petra.

En torno a estas semanas que preceden a la Navidad Petra Robles estaría comprando su décimo de la lotería para el sorteo extraordinario del 22 de diciembre. Así lo venía haciendo desde los años 50, cuando fue mayor de edad. Cada vez que compraba el décimo lo hacía con la misma esperanza, aunque diferente a la de otros que compran lotería: no pensaba ni en mejorar su casa, ni en comprar cosas para ella o para sus hijas, ni siquiera pensaba en su entierro; su deseo de suerte tenía un objetivo muy concreto: quería que todo el dinero que le pudiese tocar fuese destinado a honrar la memoria de su padre y a desenterrar sus restos y llevarlos al cementerio de Alhambra para darle digna sepultura. Nunca pudo soportar que su padre estuviese tirado en una fosa, olvidado y desconocido por todos excepto por su familia. Este año ya no podrá comprar lotería, Petra falleció el día 4 de noviembre en su pueblo; con el ánimo reconfortado porque llegó a ver el libro Para hacerte saber mil cosas nuevas. Ciudad Real 1939 que se presentó el día anterior en Ciudad Real y que sus familiares le llevaron; un libro en el que aparecen algunos retazos de la vida su padre y de la suya propia. Con esa presencia en el libro Petra murió casi en paz. Casi, su paz completa, habría llegado si se hubiese podido recuperar y trasladar el cuerpo de su padre. Esperanzada en la suerte y también en el milagro. Su padre fue miembro de la hermandad de Jesús Nazareno desde los doce años y ella, siguiendo sus pasos, se apuntó también, “porque los santos no tienen nada que ver con lo que hacen los hombres”… y les pedía para que la ayudasen a encontrar los restos de su padre.

El día que conocimos a Petra y le hablamos de que queríamos conocer la historia de Antonio Robles, su padre, ella se alegró: por fin alguien, y desde una institución universitaria, se interesaba, pero no omitió su deseo en forma de pregunta: “¿me lo vais a traer?” y a continuación recordó la noche en la que se lo llevaron; ella estaba durmiendo en la cama entre sus padres: “se lo llevaron a las doce de la noche y todavía no ha venido. Eran dos quienes se lo llevaron: uno tenía gorra colorá”. Venir para ella es algo que iba más allá de la muerte; era traerlo a su tierra, a su lápida, junto a su abuela.

Lotería, esperanza de un milagro que no llegaba… pero también acciones muy concretas y contundentes. Aunque sin saber exactamente donde estaba, solo que fue enterrado en una fosa común de Villanueva de los Infantes, Petra siempre dio señales públicas del recuerdo y del amor a su progenitor: “No habrá nadie que haya gastado tanto dinero en flores para los suyos como yo para mi padre y centros como los míos ninguno, eso sí con la bandera republicana…” y la gran fotografía de Antonio para tenerlo así, a su lado, presidiendo el salón de su casa. Tenía 19 años y vivía en Tomelloso con una tía suya. Estuvo todo el mes agosto arrancando garbanzos y con las diez mil pesetas que ganó compró el cuadro con el retrato grande de su padre. Se gastó todo… “y volví a pasar hambre, pero ya tenía su retrato y con eso casi se me quitaba el hambre”. Eso y más se merecía su padre, nos decía. Su memoria ha estado anclada en imágenes repetidas en diferentes escenarios; siempre ella de la mano de su padre, “el más bueno del mundo, incapaz de matar a un gusano”.

Petra nos dejó su testimonio de horror: el horror recreado a través de las cartas de los últimos momentos de vida de su padre, el miedo en sus visitas semanales a la cárcel “llena de moros de la Judea”, el horror de ver a las mujeres rapadas y sus cabellos colgados en las ramas de los árboles de la placeta de Alhambra. Pero sobre todo testimonios de esperanza

La foto de Petra ya está en una lápida, esperando a su padre. No tuvo suerte con la lotería ni los santos hicieron el milagro. Ojalá entre todos consigamos que su justo deseo de tantos años se cumpla y su padre venga a su tierra y, entonces, pueda estar junto a ella, dándose la mano, ochenta años después.



Juana.

Cuando pasamos a casa de Juana preguntando por su padre lo primero que hizo fue sacarnos un libro sobre la guerra civil en Ciudad Real cuidadosamente envuelto y guardado en la cómoda de su alcoba. Lo abrió y señalando un nombre que aparecía en una lista dijo: “este era mi padre. Nicolás Pérez García”. Era lo único que tenía de él además de conservar intacta su memoria.

A partir de ahí con vehemencia, no exenta de amargura, brotaron las palabras de sus labios queriendo aligerar la poderosa carga que venía arrastrando desde que tenía uso de razón. Sin saberlo, nos estaba esperando.

Su humilde familia tenía una vida apacible en Terrinches, su pueblo. Juana dormía, junto a sus hermanos, en un poyo en la cocina, donde había una mesa “en la que cabían nueve panes y dos gorrinos”. Un mulo, un burro y los brazos de Nicolás era todo el patrimonio disponible para que se alimentaran cinco bocas. Y a ello se dedicaba Nicolás, además de dirigir a los jornaleros de su pueblo en lucha permanente por tantos derechos pisoteados en tierra de caciques. El drama con la marca de la injusticia no tardó en aparecer.

Cuando volvió de la guerra a su casa de Terrinches, le dijo su mujer:

“—No vengas Nicolás, no vengas, vete por ahí donde sea.

—Vamos calla no seas ignorante. Yo no he hecho nada. El que no tiene mancha no necesita greda —le respondió Nicolás”.

Habían conseguido, con mucho esfuerzo, cebollas, una liebre y algún huevo para celebrar su vuelta. No pudo disfrutar de las viandas, “en menos de una hora vinieron a por él y se lo llevaron”. Juana tenía diez años. Desde entonces se ha preguntado cada día de su vida por qué le arrebataron a su padre si lo quería todo el pueblo, si era tan devoto de la Virgen de Luciana que la llevaba colgada en el pecho.

La niña conoció Villanueva de los Infantes porque iba a visitar a su padre a la cárcel. Las más de las veces no les dejaban pasar y se tenían que volver sin poder verlo. Ayudaba a su madre a hacer espuertas de esparto con doble fondo para saltarse la censura de los carceleros. “Hasta una navaja le puse en la esportilla sin que lo supiera mi madre. Aquello fue muy celebrado por los presos”.

Al poco trasladaron a Nicolás a Ciudad Real y ya no lo volvió a ver más. Alguna que otra carta les animaba porque era señal de que estaba vivo. Supo que habían fusilado a su padre porque su medalla de la Virgen de Luciana se la trajo una conocida desde Ciudad Real junto a una carta en la que le pedía a Bernardina, su mujer, que no dejara de enseñar a los muchachos a escribir. Nicolás le dejó la cama y la poca ropa que tenía a otro preso que dormía en un suelo lleno de agua. También encontraron una nota donde Nicolás escribió qué le habían hecho en el terreno sagrado de la ermita de su pueblo nada más detenerlo: “Bernardina, me han arrancado las barbas en vivo y las uñas me las han sacado”.

Al menos a Bernardina no la tocaron. Ni le pegaron palizas, ni la hicieron ir con campanillas, tampoco la pelaron, no la llevaron a barrer las calles ni la Iglesia. Sí supieron de una paisana, “bien guapa y honrada que era”, que se la llevaron a otro pueblo y la violaron en una cañada, “se le hizo la sangre un témpano y la pobre mujer murió, no lo pudo resistir”. Sobrevivieron vendiendo cebollas, acudiendo a las tareas del campo cuando llegaban las cosechas y “mi Amancio trabajando desde bien chico”.

El pasado 3 de noviembre la recordamos en el acto de presentación del libro donde Juana relata su drama. Quiso estar pero no pudo, este año ha sido el único que no se ha desplazado a Ciudad Real para llevarle flores a su padre. Cuando su hijo Nicolás le llevó el libro se emocionó. Lloró en una mezcla de amargura y satisfacción al ver que su historia se reflejaba en un texto donde estaba escrito algo más que el nombre de su padre. Pocos días después la salud de Juana empeoró, aún así le pidió a una de sus nietas que le volviera a leer lo que ella misma contaba. Lo hizo en tres o cuatro ocasiones más. Ocho días después de tener el ejemplar entre sus manos, Juana se fue. Sus hijos quisieron que en el ataúd le acompañara el libro para que les hiciera saber mil cosas nuevas a todos aquellos que quisieran seguir escuchándola allá donde vaya.