viernes, 29 de marzo de 2024, 08:54

Cuarenta años de Constitución

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La Grecia Arcaica o preclásica, formada de pequeñas ciudades-estado, fragmentos del antiguo imperio micénico, en continuas discordias civiles, superó estas guerras intestinas a través de un instrumento político nuevo, un escrito redactado por un árbitro de las dos partes en conflicto, que se llamó Constitución, básicamente un repertorio de artículos procedimentales que establecían las reglas del juego político, y que evitaban el enfrentamiento violento. El pacto constitucional entre sectores con intereses opuestos conjuraba la guerra y la revolución, y garantizaba la paz social, base de la prosperidad. Solón, Licurgo, Carondas, Protágoras son algunos de los primeros creadores de estos textos constitucionales. Es así que el pactismo, el pacto entre sectores de la población con intereses o mundivisiones opuestos, fue el que trajo las primeras constituciones. Toda Constitución es la superación de graves divergencias sociales y del enfrentamiento entre polos opuestos a través de la cultura del pacto, devenida de los griegos.


Por otro lado, ya en las primeras Constituciones del Mundo Clásico vislumbramos la división o separación de poderes del estado, ejecutivo, legislativo y judicial, como forma de conjurar con contundencia aquello que Platón llamaba en Las Leyes, “tò nósêma tôn basileôn” o “enfermedad de los reyes”. Ese morbo que hace que el poder tienda a reglamentar toda la vida de los ciudadanos hasta la más completa sumisión. Rousseau vio con penetrante inteligencia esta separación de los poderes en la República Romana, cuya constitución describe en el Apéndice de su Contrato Social, y de la que siempre se sintió admirador.


La separación de los tres poderes del Estado, sobre todo la división entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo, representando aquél el Gobierno y la Administración y éste la Nación, porque el Poder Judicial se funda sólo en su sagrada independencia, se convirtió en la nota más dominante de toda Constitución. Hasta tal punto es así que Alexander Hamilton, el principal padre fundador de los EEUU, y Sieyès, creador de la primera Constitución napoleónica, destruida al poco tiempo por el propio emperador, afirmaron que no hay Constitución en donde no hay división de poderes. El equilibrio de poderes fue robustecido con la obra de Benjamin Constant, que obliga a la disolución del poder ejecutivo cuando éste disuelve el poder legislativo, y al revés, obliga a la disolución del Parlamento cuando éste quita el Gobierno. Desgraciadamente esta práctica constitucional no se aplica en la Democracia española.


Tras la Revolución Francesa comenzó a ser habitual introducir en las constituciones un repertorio de Derechos del Hombre o del Ciudadano, incluso derechos que suponen una democracia material, como es el derecho al trabajo o a la vivienda. Los constitucionalistas americanos se opusieron siempre a esta práctica afirmando que una Constitución sólo puede tener derechos de democracia formal, que son los únicos que se pueden denunciar ante un juez de 1ª Instancia, y ser restaurados por dicho juez ipso facto. Aquellos derechos como la vivienda o el trabajo, que no puede restaurar o producir una sentencia judicial, no deberían entrar en la Constitución según la escuela constitucionalista americana, porque no hay derecho constitucional conculcado que no pueda resolverse inmediatamente ante un juez de primera instancia.


La Constitución española responde a los orígenes mismos que alumbraron a las primeras Constituciones; fue un instrumento de concordia, como señala el Presidente del PP, Pablo Casado, que sirvió para superar la división terrible y dramática de las dos Españas que salieron de la Guerra Civil. Es una Constitución en la que caben todos los españoles, independientemente de su ideología y de sus circunstancias personales, y nos ha traído los cuarenta años más felices que ha tenido la Historia de España. Nunca ha habido en nuestra historia tanto bienestar, tantas libertades y tanta concordia como en estos últimos cuarenta años. Fue – jamás lo olvidemos los que nacimos en los años sesenta y antes – la meta de la reconciliación nacional de 1975, pero que se fue larvando progresivamente dentro del régimen de Franco. Es verdad que la Constitución no es un texto sagrado, y como todas las obras humanas es mejorable, y ella misma prevé los procesos para su reforma, que asegurarán siempre un consenso social. Quienes quieren reformar la Constitución contra la mitad de los españoles acabarán con la paz que ha producido esta Constitución durante cuarenta años, una Constitución que nació por el “consensus ómnium bonorum”, esto es, por el consenso de hombres honrados de todo el espectro político.


La Constitución es fruto de nuestra democracia, y la democracia avanza con la fortaleza de la Constitución. Supone un sistema de llegar al poder de modo no sangriento, un método para alcanzar el cambio sin violencia. Nada de visigodos u otomanos. Ofrece esperanzas. A veces defraudadas, ciertamente. Pero no cierra una salida si alguien fracasa. Ahora bien, si alguien no respeta la Constitución, si se crean dos grupos de intereses e ideas inconciliables entonces la democracia se hundirá.


También quisiera reconocer aquí los peligros que tiene nuestra Constitución. Es algo dañino para toda España, dañino también para las autonomías que cada vez se aíslan más al constituirse en reinos de taifas, pequeñas Albanias, miniestados en fase expansiva, con una sensibilidad a flor de piel y un victimismo calculado, el incierto centrifuguismo territorial que vivimos. El legítimo uso de otras lenguas españolas no debe poner en riesgo a la lengua española por antonomasia, el español, tal como defendía que se llamase el idioma de todos, nuestro Premio Nóbel Camilo José Cela en su época de senador real, lengua común de todos y la garantía de nuestra unidad.


Durante estos cuarenta años no todas las leyes han respondido perfectamente a los mensajes directivos, ónticos y deónticos, que laten en la Constitución, tal como cualquier Memoria del Tribunal supremo nos revela. Y, por otro lado, debe siempre subrayarse la diferencia entre un texto constitucional y un texto legal. La Constitución responde a la garantía de los derechos del ciudadano frente a todos, en tanto que la ley supone la prevalencia del interés general. La Constitución es el escudo de la minoría frente a la mayoría. La ley responde sólo al interés de la mayoría.


En definitiva, el conflicto es el origen de todo – lo dijo Heráclito -, y la Constitución no es sino un procedimiento para intentar encauzarlo, para seguir tejiendo en paz la eterna tela de Penélope. Toda Constitución es un intento de hacer el mundo menos peligroso, de reducir la conflictividad encauzándola, de dar un modelo pacífico para el cambio de manos del poder. En la democracia constitucional hay algo nuevo jamás antes conocido, al deseo de libertad se une el deseo de un poder compartido. La tragedia está en el núcleo íntimo de la historia y de toda peripecia humana sobresaliente. Pero la Constitución quiere, en realidad, curar la tragedia. Crear una historia racional y un comportamiento racional de los hombres.


Que viva muchos años más nuestra Constitución, al menos otros cuarenta con nuestra activa defensa permanente y vigilante.


Martín-Miguel Rubio Esteban